¿Vida nueva?

Debería hacer balance y renegar
de cosas variopintas como hace todo el mundo.
Debería quejarme de un puñado de cretinos
y lamentarme
por cosas que no hice a su debido tiempo.
Debería reconocer que no todos los días
fueron maravillosos
y que siempre se puede mejorar.
Pero tengo la vista muy corta y miro atrás
y veo lucecitas de colores
y mirlos y vencejos y a una niña que ríe.
Y veo a una mujer
-siempre hay una mujer, pero esto ya lo dije-
que se tumba a mi lado y se acurruca
-esto también lo he dicho-
y no me quedan ganas de desear "año nuevo,
vida nueva":
casi todos los días -no es bueno exagerar-

me gusta la que tengo.

©Santiago Pérez Merlo

Ciento ochenta grados

No quiero ser el niño que tira del abrigo
demandando atención
ni ese otro que obliga a contemplar el mundo
haciendo el pino como si esa fuera
la buena perspectiva.
Debería caminar
hacia eso que llaman madurez y, sin embargo,
me surgen muchas dudas:
¿Por qué anuncia el gallo el alba
si luego no amanece?
¿Por qué alumbra el faro las afiladas rocas
en lugar de la bocana?
¿Por qué mi brazo izquierdo en el espejo
es el brazo izquierdo que yo he levantado?
¿Por qué ha dado las dos el reloj de la plaza
si acaba de sonar
tres veces el de la otra torre?
¿Quién le ha dado y por qué la vuelta al universo
que todo está al revés de como debería?
¿O soy yo quien ha girado 

en el sentido inverso de la vida?

©Santiago Pérez Merlo

Inocente

Me declaro culpable de querer aprenderte,
de espiarte incluso en sueños,
cuando se nos revelan las verdades ocultas.
Me declaro culpable de quererte
por encima de lo razonable
y culpable de extrañarte por encima
del tiempo -absurdo tiempo- de los hombres.
Me declaro culpable
de haber re-nacido desde el día
que me diste la vida de nuevo
-¿lo anterior sería vida?-
y de ofender por ello 

a todos los dioses de todos los altares.

De todo lo demás, de lo que te es ajeno
-como esta viva muerte soportada sin ti-,

me declaro inocente.

©Santiago Pérez Merlo

Sueños reparadores

Hay sueños que unen los cubos
del rompecabezas, que acaban
de tejer la tela de araña que empezó a delinearse
y cierran las grietas
que las termitas cotidianas royeron
en su incansable zapa,
amontonando serrín donde hubo un brillo de vida.


Hay sueños que llevan la muerte
pintada en las pupilas y por más
que uno cierra los ojos y aprieta
no logra ahuyentarla.
Y uno debería dar las gracias
al despertar y abrirlos,
pero aún hay un brillo, extraño
y redondo como el filo de una hoz, 
junto a la ventana de tu dormitorio.

©Santiago Pérez Merlo

Plenitud

No son tus ojos cerrados
ni las aletas dilatadas de tu nariz,
no es tu boca que se crispa
en una mueca o que me busca
con avidez de oasis.
No es tu cuello que se estira o tus pezones
que me miran desafiantes
ni tus manos que me agarran,
me acarician, me arañan:
me sostienen.
No es tu sexo que me acoge ni tu ombligo
que persigue al mío
en el ir y venir de nuestros cuerpos.
No es tu voz que me susurra
o me grita
o que me llama
o se silencia.
Es mucho más que eso: es
la piel,

la vida entera.

©Santiago Pérez Merlo

La llave

Ese hombre camina por la orilla del bosque
y no es que tenga miedo a la espesura.
Él vino de ese bosque y ya escuchó
todas las canciones de todas las hojas,
todas las percusiones de todas las ramas,
y todos los susurros de la hierba.
Ese hombre camina por la orilla del bosque
y aprieta en su bolsillo, como único tesoro,
una llave encontrada junto a un corazón
que despertaba un día que amaneció lluvioso.
Ese hombre probó, dentro del bosque,
las cerraduras de todas las cuevas,
los candados ocultos en la corteza
de los árboles más altos,
las cadenas de los pozos que encontraba
y las madrigueras de las que vio salir
conejos presurosos con reloj de bolsillo.
Ninguna de esas puertas se acoplaba a su llave
y un día -quizá fue justo ayer... hoy mismo-
descubrió que el pequeño llavín sólo abre 

una nube que espera a la orilla del bosque.

©Santiago Pérez Merlo

Nubes de ayer

Qué cosa tan absurda contemplar las nubes: 
delirios de poeta o infantil pasatiempo.
Pero uno las ve, cuando el viento las mueve, 
y se queda embobado igual que ante la danza 
del fuego o ante un reloj de arena.
Ya no invento las formas como cuando era niño.
Ahora veo que pasan: 
blancas y algodonosas esta tarde;
de pronto un nubarrón marengo que amenaza 
tormenta y que quizá descargue 
un poco más arriba, allá sobre los montes
que intenten -y es en vano- detenerlo.
Y después, cuando unas y otras han pasado,
vuelve a salir el sol y me ciega un instante.
Y me dibuja esta infantil sonrisa.

©Santiago Pérez Merlo

Embarcando

Me gustan los aeropuertos, las estaciones 
de tren y de autobús,
los vestíbulos de los hoteles...
Los sitios donde la vida 
es más que nunca un viaje, un soplo 
de provisionalidad,
un estar en el mundo viniendo de algún sitio,
quizás hacia alguna parte,
pero siempre de paso:
nadie se queda aquí -ni en esta vida-
para siempre. 
Y sin embargo se respira un cierto aire
a veces parecido a la felicidad.

©Santiago Pérez Merlo 

Epílogo

Ni una lagrima más. Ni una gota
de sangre -ni aun de tinta-
derramada en este absurdo
sinsentido de escribir
sin decir nada
que no se haya dicho
hasta la saciedad o hasta la náusea.
Ningún amor –y ningún desamor-
ninguna muerte,
ningún amanecer,
ningún ocaso,
merecen el dolor
hermoso –o el intento-
de vaciarse tan torpe,
inútilmente,
en un cuaderno azul,
en una hoja
que de todas maneras
van a hacer olvidar
las manos implacables del olvido.

©Santiago Pérez Merlo

Contra los poetas

Silencio:
callaron los poemas y la música
ha dejado de sonar.
Pero siguen cantando los jilgueros,
siguen naciendo
-y muriendo-
cada día,
hombres, mujeres y niños,
margaritas, amapolas y alhucemas.
El mundo sigue girando,
indiferente,

ajeno a vuestros ombligos.

©Santiago Pérez Merlo

Renacer

Desanduve el camino,
volví al punto de partida
donde la vida era tan sólo risa o llanto,
descubrí cada cosa como si fuera nueva,
como si estos ojos estuvieran aún
adaptándose a la luz,
conociendo los colores y las formas,
el tacto, los aromas, el sabor
de cada fruta nueva como nuevo,
el cielo, el sol, el mar,
la luna, las pequeñas estrellas
ahí arriba,
el brillo de otros ojos, la dulzura
de un beso, el calor de tu mano...
Inventando qué pueda ser amar
como si nunca antes
hubiera conocido tanta dicha.


©Santiago Pérez Merlo

La carretera vieja

Mil veces caminé este mismo paseo
y mil veces pensé 
es distinto cada vez: aquella hoja
es nueva, ese arbusto
no estaba,
aquel mirlo que canta, el gorrión 
que acaba de nacer,
no estuvieron aquí antes.

Y a la vuelta del tiempo descubro 
que todo era lo mismo 
y quien era distinto era yo
cada vez que emprendía el camino.

©Santiago Pérez Merlo

La niebla

Extraña sensación,
el contraste cuando todo alrededor
se difumina, se oculta a nuestros ojos
incluso lo que más cerca tenemos
y hay que caminar despacio para no caer.
Y sin embargo miramos nuestras manos
lo inmediato y primario
desde el día que nacemos,
y nos descubrimos cada vez más claros,
con mayor nitidez.

© Santiago Pérez Merlo

Escena campestre

El perro no es cazador 
y se asoma confiado 
a lo que parece inocua 
madriguera de conejo.
Pero lo que asoma es una serpiente,
escurridiza, sibilina y recelosa 
de criaturas que no sean de su especie.
El perro retrocede,
asustado,
le costará volver a confiar
o a asomarse a casa ajena.
Pero corre feliz, le sobra campo...

© Santiago Pérez Merlo

Vistas

Me asomo a este balcón 
en pleno campo y veo 
no eucaliptos ni abetos.
No hay ni un sauce llorón 
y no son chopos ni olmos
lo que tengo delante.
Los pinos y sus piñas 
han desaparecido y donde un día hubo
ardillas, pájaros carpinteros
ahora veo albatros, gaviotas.
Un arenal inmenso me saluda 
y el mar es más azul 
cuando uno lo mira tierra adentro.
La carretera vieja, abandonada,
es una playa por la que yo paseo
de tu mano.

©Santiago Pérez Merlo

La dacha, otra vez

Otra vez, 
innumerablemente 
más estrellas que en Madrid.
Otra vez,
el alegre crepitar
del fuego acompañando 
las horas de vigilia.
Otra vez,
el camino tantas noches recorrido
con la sola presencia de la luna.
Otra vez,
la familia, las risas
infantiles, las tertulias.
Otra vez,
despertar con los trinos de las aves 
y el trajín del desayuno 
para siete.

Es todo tan distinto a estar en casa...
Todo, salvo echarte de menos:
hay cosas que no cambian.

©Santiago Pérez Merlo

El reloj

No se siente siempre sola
Relojes blandos, de Salvador Dalí
la aguja del reloj
que señala las tres.
Va viendo venir
a la aguja más grande y la siente

posarse sobre sí
apenas un minuto y alejarse
después
inexorablemente.
Y es larguísima la hora
hasta volver a verse.
(El segundero mientras
corretea alrededor
como un niño jugando
ajeno al paso lento 

del tiempo de sus padres).

©Santiago Pérez Merlo

Secretos

¿En cuál de tus pestañas vive el miedo?
¿En qué pliegue de tu hermoso cerebro
-tiene que ser hermoso-
habitan los supuestos trastornos
que sólo tú conoces?
¿En cuál de los siete mil
vellos de tu pubis
nacieron tus inhibiciones,
los pudores que escondes
detrás de lo escondido?

Lo sabes. Estoy seguro
de que tú sabes
todos tus secretos. Incluso
aquellos que te ocultas de ti misma.
Y de mí, que tengo astigmatismo, presbicia

y unas cuantas dioptrías de torpeza.

©Santiago Pérez Merlo

Canción infantil

El niño hacía volar
la cometa en el mar

y navegaba nubes
sobre una vieja rueda.
Y todos le decían “así, no”.
El niño dibujaba
corazones e iniciales
en la arena
y construía castillos
con fosos y torreones
en el aire
Y todos le decían “así, no”.
El niño se inventaba las palabras
y contaba con los dedos de los pies.
Aprendió a jugar al fútbol con las manos
y a pintar sin dibujar ni un sólo trazo.
Y todos le dijeron “así, no”.
Y ese niño creció
y aprendió a decir “sí, quiero”
de forma circunspecta
en lugar de dibujar sus corazones de ola,
y a volar las cometas en el cielo
y a navegar en barcas de pedales.
Y le enseñó a su hijo
(“así, no”, “así, no”, “así, no”)
a hacer las cosas
como el mundo espera que se hagan.
Y es feliz, no se queja.
Es razonable
y moderadamente
feliz.
Pero nunca más se ha visto a una cometa 
nadar entre delfines.

©Santiago Pérez Merlo

La herida

La herida que parecía cerrada
se abre, empieza a supurar y sientes
que se escapan por allí el aliento,
la música que había comenzado a sonar,
el aroma de las flores que cortaste.
Te asustas al principio pero notas
una mano que se posa dulcemente,
que no teme la sangre,
intentas apartarla pero insiste
y la dejas hacer.
Unos ojos te miran aunque tú
tienes la vista fija en esa mano.
La música suena de nuevo en tu cabeza
las flores vuelven a tener su aroma
y el aire regresa a tus pulmones.
La herida se ha cerrado.

Y quizá para siempre

©Santiago Pérez Merlo

Pasado amor

Cuánto te quise,
amiga soledad,
mientras fuiste absoluta.
Mientras no tuve a nadie
a quien echar de menos.

©Santiago Pérez Merlo

Ese tipo

El señor del espejo te da los buenos días
con la boca torcida en medio gesto
entre enfadado y socarrón y te pregunta
si hoy también merecerá la pena
salir así a la calle, siendo tú,
si no preferirías que saliera él,
que es más agradable, más feliz,
y sabe comportarse con la gente.
Es más guapo, más alto, más delgado,
es casi un seductor y tú no eres
más que un pobre hombrecillo
asustado, que se pasa los días suplicando
un poco de cariño, una mirada,
un rato de conversación en un café…
“Déjame que salga yo –insiste- y vuélvete a la cama;
entiérrate en un hoyo o muérete
pero no vengas a amargarme la vida
que bastante complicado es ya vivir
a este lado del espejo y encerrado en tu existencia”.
Tú lo miras despacio una vez más,
le dices buenos días y le das la espalda.
Y te alejas
arrastrando los pies...
qué mas quisieras

que hoy pudiera salir él a la calle.

©Santiago Pérez Merlo
Fotograma de "Sueños de un seductor".

La fiesta

Como uno de esos niños de Charles Dickens
miras desde el cristal a la gente que, dentro,
junto a la chimenea,
con gorros de papel y serpentinas
parecen disfrutar
la fiesta de una vida que a ti se te ha negado.
Con la frente pegada y apartando
de cuando en cuando el vaho
que se acumula
no querrías mirar pero no puedes
apartarte de allí y no comprendes
por qué ellos están dentro
mientras tú estás afuera y el frío
se apodera de ti.

©Santiago Pérez Merlo


Desiderátum

El poeta, lo dijo Gil de Biedma,
quería ser poema.
El pintor quiso ser
sólo lienzo,
siempre en blanco
y el músico soñaba
que era melodía.
El farero quería ser luz
y el navegante
se imaginaba ola.
La rosa, en realidad, quería ser
únicamente aroma.
El azor allá arriba
pensaba que era viento
y una lágrima
tuya
era toda la lluvia.
Y yo, que nunca aspiré a más
que a ser yo mismo,
ahora quiero ser
                          tú.

©Santiago Pérez Merlo

El bolígrafo

Notas la boca seca, la lengua
áspera como una lija
y la frotas contra el cartón:
nada sucede.
Intentas alentarte
la punta de la vena
por la que en otro tiempo
salían a borbotones azules
las palabras:
tampoco ocurre nada.
Pero de pronto un día,
una noche, más bien...
(sí, estoy seguro de que estaba
todo oscuro ahí afuera),
algo como una estrella
fugaz o quizá sólo
la luz de algún avión
parece hacerte un guiño
y un instante después
todo fluye de nuevo:
vuelves a salivar, tu aliento
ya no parece helado
y la sangre 

se desliza de nuevo en el papel.

©Santiago Pérez Merlo

La duda

Estaría encantado, lo prometo.
Sería fascinante
tener un nombre propio
y asomarme al espejo y descubrir
“Hola Santi, aquí estás, es un placer
haberte conocido y que estés vivo”.


Pero cómo saber cuál es mi nombre
cuando tú no me nombras,
cómo saber quién es
el señor del espejo
si es tu espalda lo que veo reflejarse.
Cuando guardas silencio,
me silencias y mi voz
ya no sabe que existe
porque tú no la escuchas.

Cómo sabe la luz que es luz
si no ha visto la sombra.

©Santiago Pérez Merlo

La fiebre

Te acurrucas junto a mí de madrugada
-tienes los pies helados y tiritas-
y me hago el dormido para que tú no notes
que yo ya estoy alerta,
pendiente de mi cría como una leona
-los machos son muy suyos y prefiero
dejar en la mesilla la melena en las noches así-.
Te levantas con fiebre, mucha fiebre,
como estaba temiendo
y sólo balbuceas
"me duele todo,
quédate aquí, a mi lado".
Claro que sí, Aitana,

no me pienso mover de los pies de la cama.

©Santiago Pérez Merlo

Camas vacías

Hay un cielo morado de alhucemas
que es en realidad
un techo de nubes
sobre una pared azul (cobalto)
que es en realidad
un océano infinito.
Y hay un suelo de aves migratorias
volando en formación
que buscan el calor de la cama deshecha
-sábanas amarillas-
para anidar allí durante mil inviernos.
Hay un hombre, una mujer insomnes
cada uno soñando 

con otro dormitorio.

©Santiago Pérez Merlo

Fotograma de la película "Cuando pasan las cigüeñas"

Caminante

Empezaste a caminar
en el momento exacto en que te abandonaban
las últimas fuerzas,
como un chispazo antes
del colapso total
y el anquilosamiento.
Pero desde ese instante cada paso
te acerca un poco más
a la meta que aún no se vislumbra,
que permanece oculta entre la niebla
de este otoño gris, frío de pronto
que oxigena el rostro,
que dilata las fosas nasales
y vuelve soportable
el sofoco interior del caminante.
Porque tu paso es firme, decidido
aún entre la bruma
y te sientes ligera, impulsada
por ese corazón que no quiso pararse
y ahora late
con la dulce cadencia
del sonido del viento racheado
entre las hojas.
Sigue adelante, no
detengas tus pasos
al borde del camino: un poco más allá
hay algo –o alguien, ella, yo…-

que te sigue esperando.

©Santiago Pérez Merlo
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Kiyo Murakami

No es lo mismo

“…Y  el mayor bien es pequeño:
que toda la vida es sueño,
y los sueños, sueños son.”
            (Calderón de la Barca)

Tener ganas de llorar
                                   no es
llorar.

La sonrisa de mueca
que devuelve el espejo
                                     no es
reír.

Decirse a uno mismo que
–o cómo, cuánto, cuándo-
se ama
             no es
amar.

Por vívido que sea,
por más que uno se empeñe
en recrear la escena,
soñar
            no es
vivir.

©Santiago Pérez Merlo

Cenicienta

Como en un cuento de hadas,
te vistes por la noche con tu mejor vestido,
los zapatos de cristal y una corona 
y bailas melodías 
que se hubieran compuesto para ti,
para que tú danzaras 
en brazos del amor, 
agarrada
al brillo de una estrella 
y el vuelo de tu falda 
volara hasta tus sueños.
Es de noche –vieja cómplice de los poetas-
cuando brillan los astros y se dicen
las palabras de amor que el día silencia.
De día, deshollinas chimeneas y remiendas
harapos y sacudes 
el polvo acumulado de las mañanas grises.
Y yo te observo hacer,
sentado como un tonto sobre una calabaza,
esperando 
                 no sé qué campanadas
para que no se rompa 
                                   nunca más 
                                                    el hechizo 
y puedan convivir tus noches y mis días.

©Santiago Pérez Merlo

Diálogo (cinco)

-Te había escrito un poema;
un poema precioso, me parece,
aunque suene soberbio.
-¿Qué me decías?
-Qué se yo: hablaba de tu voz,
de nuestras charlas
al caer la noche,
de los besos que a veces me das
y a veces me escatimas,
de cómo los anhelo…
Hablaba de "te quieros" soñados
y de dudas.
Y de ti, hablaba sobre todo
de ti.
-Pobre aprendiz; aún
no has comprendido
que las palabras que intentas regalarme

se dicen en silencio.

©Santiago Pérez Merlo

Un cuento para mi hija

Se acabaron ayer o hace una semana
las zanahorias pero el burrito sigue
haciendo su trabajo.
Va tirando del carro con su trote feliz
mientras su dueño,
cansado, cabizbajo y pensativo,
piensa qué pensará el pobre animal
para estar tan contento.
El buen hombre no sabe
que el burrito no es burro y que conoce
los problemas del amo.
Pero sabe también,
porque no es burro –dijimos-,
que el carro viene lleno
de uvas, de manzanas,
de alhelíes y rosas y alhucemas
que serán su alimento
y su cama mañana.
El borriquillo sueña, sin aflojar el paso,
que se llama Platero y que su dueño
le acaricia los lomos
y le escribe poemas y dice
que el burrito es suave,
que se diría todo de algodón
y que es tierno y mimoso igual que un niño,
que una niña
.
El borriquillo sabe
que su amo le quiere y que daría
la mitad del jornal para que el asno
se durmiera contento y satisfecho

como tú esta noche.

©Santiago Pérez Merlo

Bésame

No tu boca entreabierta ni tu lengua,
no,
ni los labios ardientes que desean el beso
sólo como preludio.
No tu boca sedienta de saliva dulce
en la que naufragar,
ni la boca que busca mi oreja,
mi cuello, mis manos, mi sexo
con la avidez del animal que somos.
No,
no tu boca entregada de ayer
ni la boca anhelosa de mañana.
Quiero la otra boca, la cerrada
en la mueca,
la que tiembla con temblor de llanto suave
o se curva en la sonrisa del cariño infinito.
Quiero el beso que me das
cuando no nos besamos.

©Santiago Pérez Merlo

Reflejos

No te gusta tu imagen reflejada en el lago
y dejas caer la piedra y las ondas se la llevan
hasta la otra orilla
pero sigues siendo tú
el que se expande y viaja
cada vez más difuso
pero tú en el centro, con el rostro deformado
por la piedra arrojada
justo en el ojo izquierdo,
el que duele al mirarte.
Némesis te ha castigado a contemplarte así,
difuminado,
hasta que no te quede
ni una piedra más para lanzar.

No te gusta esa imagen de ti que devuelve
el espejo y te arrojas contra él,
pero no eres Alicia y lo haces añicos
y la imagen de ti se multiplica
hasta volverte loco.
Detrás de ti, en cada trozo, acecha
la sonrisa felina de alguien
que tal vez no es un gato.

©Santiago Pérez Merlo


"El espejo de las hadas", Brocelandia

Lugares comunes

Qué gastado el poema
del dolor insufrible,
de la maldita ausencia,
de la pena inconsolable,
de los limos y el fango.
Qué gastado el poema
que se anegó en el llanto,
de dudas que atenazan,
de angustias que no dejan
respirar
y de cenizas.
Qué gastado el poema
de cruces de caminos,
de umbrales tenebrosos
y de espejos
en los que no nos vemos,
de nubes y de hojas,
de frío insoportable
en las noches de invierno
-siempre invierno-.


Qué gastado el poema.
Y qué cierto.

©Santiago Pérez Merlo

Liberación

Un verbo, una palabra, un grito
que no debió ser dado
provocan el estruendo del silencio.
Sólo podrá nacer después
la voz más pura,
la que estaba callada,
sepultada por esos mismos miedos.

Comienza la catarsis.

©Santiago Pérez Merlo

El topo

Excava el topo
ciego pero constante,
guiado sólo
por el instinto de salvarse,
de aguantar el invierno
escondido,
supuestamente a salvo de la nieve,
del viento, de la falta
de sustento, deseoso

de vivir una nueva primavera.
Hasta que un día
-era noviembre- llega 

la enorme pala naranja.

©Santiago Pérez Merlo

Lunático

Un poema a la luna...
¿piensas escribir en serio
otro puto poema a la luna
estando como está la tierra llena
de cráteres, de sombras,
de luces encendidas,
de mentes apagadas
y de caras ocultas?
Mejor, vete a dormir y sueña
que vives en Saturno
y puedes dedicarte muchas noches
a escribir tonterías.


©Santiago Pérez Merlo

Espera

Te sientas en el borde del reloj y esperas.
Y ves pasar las horas desesperadamente
lentas
mientras tu ojo izquierdo,
ese otro cronómetro del tiempo que no espera, late
cada vez más deprisa,
con la furia desbocada de la sangre que no aguarda
el tic                  tac.
Se paran el reloj y el corazón a un tiempo.
La vida se sostiene
en una manecilla que no avanza
y en un nervio del ojo que no cesa.
Desesperadamente.

©Santiago Pérez Merlo
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Sol en una habitación vacía

El sol se estrelló hoy en la pared
opuesta a la ventana en el momento
en el que yo cerraba la puerta tras de mí.
No lo vi, por lo tanto, iluminar
el cenicero lleno, la montaña
de libros que se alza al lado del sillón,
la taza de café abandonada y sucia,
la huella de tu cuerpo en la chaise longue,
los juguetes mordidos del perro,
la mochila escolar…
No he visto al sol mostrarme
las sombras de la vida.


No vi al sol señalarme el camino
hacia las viejas teclas de la Hispano Olivetti
que me llaman a veces como al viejo poeta
que me grita por dentro y que me pide
que le deje salir y que me olvide
de lo nuevo que voy escribiendo,
que le deje descansar eternamente,
vacío ya de todas sus palabras y alejado
del purgatorio mudo en el que habita.
No he visto al sol mostrarme
las luces de la muerte.



©Santiago Pérez Merlo

(*) "Sol en una habitación vacía" es el título del cuadro de Hopper que se muestra, que se lo he tomado prestado, aunque su habitación esté vacía y la mía sólo “deshabitada”.



Frente al espejo

A fin de cuentas, ¿quién cree la mosca que es
para darle lecciones a la araña?
¿O quién es el gusano para enseñar a volar
a una mariposa? ¿De veras el león
es el rey de la selva
cuando pasa junto a él el elefante?
¿Cómo puede el enano de jardín
enseñar a la secuoya a echar raíces
o indicarle a sus hojas el camino del cielo?
¿Realmente el chamán cree que es alguien
para hablar de los dioses?
¿Puede Ícaro volar hasta alcanzar el sol?
¿Qué le va a demostrar
al fuego la ceniza?


Y tú, estúpido engreído,
¿quien coño crees que eres
para enseñarle a nadie
cómo vivir su vida?

©Santiago Pérez Merlo

El poema

Algún día, quizá
dentro de muchos años,
cuando yo haya muerto
o hayan muerto todos
los versos que escribí,
borrados para siempre de todos los recuerdos,
si es que alguna vez
alguien los recordó…
Algún día -decía-,
encontrarás oculto
en un antiguo libro en el que apenas
habías reparado aquel poema
que nunca te escribí,
ese que sólo hablaba
de nosotros y nadie comprendía
más que tú (tal vez, sólo
tal vez, también yo lo entendí).
Es el poema 

que una noche recité mientras dormías  
y uno de cuyos versos
te tatué en la espalda
con la tinta invisible que imprimen las caricias.
Es el poema, en fin,
que jamás escuchaste
ni pudiste leer pero que vaga
-fantasma de otro tiempo
feliz-
en algunos recodos de tu desconocida
memoria de las vidas que aún estás por vivir…
Está escrito con zumo de limón

en el libro secreto de la vida.

©Santiago Pérez Merlo

Oz revisitado

Dorothy se ha salido del camino
de baldosas amarillas y se ha quitado
los incómodos chapines de rubíes,
prefiere andar descalza y por supuesto
no tiene el menor deseo de volver a casa.

El hombre de hojalata ha intentado explicar
a su amigo de paja lo que es el amor,
lo que siente por él…
pero el espantapájaros no entiende
que dos seres distintos se pudieran amar.

El león ha reunido el valor suficiente
para asumir que a veces
no importa tener miedo
si uno sabe seguir adelante
y ha ocupado su trono
-es el rey, al fin y al cabo-
en la Ciudad Esmeralda.

Todos han decidido que su vida real,
aunque sea la que ellos han soñado,
es mejor que los cuentos

que otros les inventaron.

©Santiago Pérez Merlo
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