Anoche

Mantener la duermevela vigilando
si ella duerme.
Caer rendido a la hora indefinida
del agotamiento y despertar
poco después
con el arrullo de su sueño
tranquilo
y tratar de adivinar con quién habla
dormida.
Despertarte sigiloso y abrazar
no ese cuerpo perfecto y desnudo,
sino abrazar el aire
todo,
el que exhala al respirar y el que la roza
                                                           apenas.
Aspirar no el aroma de su cuello
si no el oxígeno completo de la estancia
para que entero fluya
en tu torrente sanguíneo
y te llene y te complete y te devuelva
a la vida
tras la muerte a pedazos que disfrutaste
anoche.

©Santiago Pérez Merlo

Planning

De acuerdo, no hago planes.
Elimino las fechas, los horarios,
me deshago de las horas, los minutos
que había planificado malgastar
contigo
mirándote a los ojos y sin decir nada.
Elimino asimismo los mapas y las rutas,
los nombres de los bares, las paradas de tren;
exposiciones, fuera, y olvidadas
las sesiones de cines y teatros.
Elimino por supuesto el menú del desayuno:
nada de huevos fritos y zumos de naranja...
Ni un solo plan. Eliminado
todo. Pero, ¿qué hago ahora
con todo lo que había soñado?

©Santiago Pérez Merlo

Corazón

El enanito horrible ya ha perdido
la estúpida sonrisa que alguien le pintó.
La adelfa que le daba sombra se ha secado
y ambos componen una tétrica imagen,
decadente jardín de la alegría
de otro tiempo.
La fuente dejó de tener agua el mismo día
que un chirrido cerraba la cancela
y una sombra dejaba tras de sí
recuerdos olvidados en oxidadas latas
y cajas de cartón enmohecido.
En el salón, un cuco asoma apenas
el pico tras la puerta del reloj,
detenido como el tiempo en el preciso instante
de anunciar nadie recuerda ya qué hora.

Pero la puerta está entreabierta y las ventanas,
que apenas si conservan en los marcos
diminutas aristas de cristal,
dejan pasar el aire que refresca las estancias
y ventila los rincones y hace volar el polvo
e impedir que se acumule.

La casa no está en ruinas: tan sólo necesita
una mano de pintura.

©Santiago Pérez Merlo
Bansky

Machadiano

He madrugado. La casa 
está en silencio y he empezado
a pasear de nuevo los "Campos de Castilla".
Sé que dije -hace solo unos días-
que tenía nostalgia del mar pero ¿saben?
Estoy harto del mar, de ese azul tan intenso,
de esas olas distintas que son siempre
la misma eterna ola que me aburre 
de idas y venidas.
Empiezo a echar de menos el socorrido trigo
de tus cabellos rubios,
el marrón de la tierra -socorrido también-
sembrada de tus ojos.
Harto de acantilados y añorando 
las suaves colinas que apenas si destacan 
en la fértil, callada meseta.
Cansado de las aguas saladas y espumosas 
y soñando los dulces, tranquilos humedales 
y los ríos serenos con que bañas 
las tierras de Castilla.
La culpa, estoy seguro, es de Antonio Machado.

©Santiago Pérez Merlo

Azul

Distingo al menos
siete tipos de azul desde la orilla
hasta la difusa línea
que marca el horizonte.
Y aún otros tres o cuatro desde ahí
hasta el sol de mediodía
                                     y la luna aún visible.
No creo que supiera ni nombrarlos todos
y prefiero unificar:
azul nostalgia es el color; 

de ti, el tono.

©Santiago Pérez Merlo

Relativamente

Es relativa la perfección redonda
de la piedra redonda que encuentras en la orilla.
Es relativa la calma de ese mar que contemplas
porque agitan sus aguas los vaivenes
profundos que marcan las mareas.
Ese sol que se esconde, sin embargo,
es preciso y unívoco,
absoluto y perfecto como la luna
que le sucede cada día...
Cada uno de esos días cuyo paso tampoco es exacto
porque hay días que vuelan mientras otros
se deslizan
por el angosto y lento tiempo 

de esperarte.

©Santiago 
Pérez Merlo

Mudo

Pasé cuarenta y ocho horas
sin despegar los labios,
sin decir ni una palabra ni emitir
más sonido
que acaso si es que ronco cuando duermo
-no me miren así: lo desconozco-.
Poco después, fueron setenta y dos
y hace unas semanas me di cuenta
de que llevaba seis días
sin decir nada a nadie.
Un día descubrí que no pasaba nada,
que todo estaba en orden,
que yo era -tal vez aún lo soy- 

solamente silencio.

©Santiago Pérez Merlo

El desayuno

El salón está vacío y en penumbra.
Es mediados de agosto.
El calor aconseja no subir las persianas.
En la mesita baja, un viejo arcón reconvertido,
reposa una bandeja: dos zumos
de naranja, dos tazas
de café, unas cuantas tostadas
con aspecto de piedra...

Lleva ahí quince días.

©Santiago Pérez Merlo

Collage

Tú eras perita en leyes y yo
perito en lunas...
Tenías que estrellarte o abatirme:
todo en ti fue naufragio.


Pero tu nombre era
-aún lo sigue siendo-
el de todas las mujeres y mañana
no será lo que Dios quiera.

Mañana,
será la lluvia sobre el mar,
en la abierta ventana
y ya no echaré al mar mis tristes redes...
Si me llamaras, si, si me llamaras,
comprenderíamos después
que nada es eterno,
pero qué más daba
la eternidad entonces...
porque sé que el tiempo es siempre tiempo
y donde estás es donde no estás.

©Santiago 
Pérez Merlo

El poeta que fue

Lo estuve, no os riáis:
yo estuve tocado 
por la inspiración
y escribía poemas
automáticamente,
a la misma velocidad
que respiraba 
-trece o catorce versos por minuto-.
Algunos os gustaban,
recordadlo, 
no os riáis de mí ahora.

Luego, la inspiración 
también me echó de casa.

©Santiago Pérez Merlo

Expectativas

Olvida las promesas que te hice
y las cosas que soñaste que te había prometido.
Olvida si te dije que mis manos
pueden curar y que mis dedos pueden
provocar escalofríos con el suave roce de sus yemas.
Olvida si pensaste que mi lengua,
además de palabras, conoce los caminos oscuros
de la piel de los muslos y el silencio.
No pienses que mi cama es la isla desierta
que dibujé en un mapa
secreto y escondí
en el cofre cerrado de tus sueños.
Mejor olvida todo y descubramos
juntos
qué mentiras piadosas nos dijimos.
Yo además soy propenso -deberías saberlo-

a defraudar expectativas.

©Santiago Pérez Merlo

"Entaytantos"

Me muevo en la indefinición
de la mediana edad,
vivo en la medianía de los cuarentones
aunque no haya llegado al patetismo
del coche de dos plazas
y la rubia teñida veinte años más joven;
parece que descubra
-“nunca es tarde…” y otras estupideces-
de pronto que haya vida
                                         más allá
de las rutinas y de las hipotecas.

Y escribo ahora los versos
que debí haber escrito
cuando tenía ¿qué?
¿veintiséis? ¿treinta años?
Ahora soy mayor
para la nueva ola
-de la poesía o de lo que sea-
y demasiado joven
para las antologías
o para obras completas.

Quizás hace unos años
sí que era momento de escribir
los lacerados versos
de quien no sabe nada
de la vida.
Pero estaba ocupado:
viviendo.

©Santiago Pérez Merlo

Palabras

En el supremo acto de la cobardía,
cuando nadie las oye
y han perdido por tanto el poder
de dañar si fueran falsas;
aunque pierdan también 
la opción de acariciar, de ser
el mensaje preciso que acaso nadie espera
y por eso incrementan su infalibilidad,
es cuando yo convoco
a las palabras.
Las palabras que usan los amantes 
y los que aún no aman pero intuyen 
qué términos serán mañana eco
de lo que sienten hoy pero no encuentran.
Las palabras que el miedo 
                                          o la inseguridad 
ahogan 
y se secan y extinguen
y no son nunca dichas y así pierden
hasta su propia esencia.
Las convoco -decía- y a pesar de saber
que no hay oídos ya 
que les presten sentido,
a pesar de que las oigo
luchando por salir
del silencio en que nacieron 
antaño las palabras,
no quieren acudir y se mueren
al borde de los labios 
los te quiero.

©Santiago Pérez Merlo

Perseidas

Pensé que sería fugaz,
que, como en otras ocasiones,
un punto brillaría
un instante más fuerte 
y pasaría dejando tras de sí 
un rastro más o menos
luminoso, más o menos intenso
o apagado
de su brillo anterior
para desvanecerse al fin 
un poco más allá, 
como sueños de ayer
                                       o de la infancia.
Pero me equivoqué:
hay una estrella ahí 
-¿la ves, ese punto cercano
que parece encenderse si lo miras?-,
que no quiere moverse
ni apagarse.

©Santiago Pérez Merlo

Derechos

Reivindico tu derecho y mi derecho
-independientes pero inalienables-
a nuestra intimidad.
A llamarnos por el nombre que queramos,
incluso a no llamarnos,
a aprender de memoria,
con los ojos cerrados, dónde están
nuestros huecos preferidos,
a escondernos debajo de la cama
o a saltar sobre ella hasta caer
de risa.
Nuestro derecho a no pertenecer
a nadie
y a no pertenecernos,
a no dar por sentado nada ni dar
-o sí- explicaciones pertinentes.
Mi derecho a ser tú y a que tú seas yo
cuando nos dé la gana.
Derecho a que el planeta
se detenga
o estalle en mil pedazos
mientras desayunamos
y que a nadie le importe tu zumo de naranja

más de lo que a nosotros nos importa su mundo.

©Santiago Pérez Merlo

Álbum

He visto fotos tuyas
de cuando eras pequeña
y más joven -y guapa, dices tú-
de lo que eres ahora.
Te veo en fogonazos
reír, darme la espalda,
estar ausente
y volver
a mirarme desde los largos años.
Yo trato de aprehender
la memoria de ti,
de cuando no eras nada,
ni nadie,
en mi propia memoria.
Y es inútil.
Yo no te reconozco
-ni falta que me hace-
en aquellas que fuiste
o sólo en la medida
en la que tú me dices:
“mírame, soy la misma,
aquí sí que soy yo”…


Pero si estás aquí, si te miro
y te toco
y puedo ver
tu sonrisa de ahora,
tus lunares,
las manos que acarician
o que juegan nerviosas con tu pelo,
¿qué me importa
-te cantaría el bolero-
saber de tus pasados?

©Santiago Pérez Merlo

La ostra

Quiere salir, abandonar la concha.
Sueña que es
un cangrejo ermitaño y que entró allí
por propia voluntad.
Pero cada vez que se contrae,
que tensa su invertebrado cuerpo,
el armazón se cierra,
sin ruido,
pero con una obstinación de vida.
Piensa que si se abre morirá.
Piensa que es una ostra.
En realidad, sólo es el sonido del mar
encerrado en una caracola,
que precisa el oído cercano

para ser.

©Santiago Pérez Merlo