Necrópolis

Triste pero firme,
como el ciprés junto a la tapia
del cementerio abandonado 
donde yacen los muertos 
y lloran los vivos las ausencias. 
Erguido miro al cielo 
aunque no espere señal 
ni del sol ni de la luna 
y presto oído a las aves 
de la primavera mansa 
que como manantial se precipita
hacia otro verano. 
Ninguna voz, ningún trino 
cantan los paisajes que antes conocí.
Ni siquiera un graznido de cuervo o gaviota, 
una melodía de cantor,  
que traigan noticias del jardín aquel
que paseé quizás en otra vida. 
Ninguna ráfaga de viento nuevo 
que agite la tristeza del ciprés.
Todo es solemne, silencioso, frío…
incluso este verano añil que acecha
por encima de los cementerios.

La feria

Si vivieras en Madrid,
estarías a estas horas -como yo-
quejándote del calor y disfrutando 
del olor de los libros y las plantas. 
Si nuestras raíces 
se hubieran puesto de acuerdo 
como hicieron nuestras ramas 
y las hojas -de árboles, de libros-
que dejamos volar. 

Lo peor son los conocidos,
los que preguntan por ti 
inocentes y extrañados de no verte. 
Los que incluso comentan 
si no hemos pensado vivir juntos.
¿Qué responder? 
¿Ponerme tal vez a dar explicaciones? 
Mejor, simplemente alejarme,
sentarme en otro banco y leer
otros poemas que no hablen
de aquellas otras ferias…

Conmigo

Mirar ayer, atrás, al tiempo pasado,
y no ver nada. 
Tratar de atisbar el futuro incierto
y no ver nada.
Otear el valle desde la cima vacía 
y no ver nada.
Levantar la vista al cielo de los supuestos dioses
y no ver nada. 
Mirar en derredor, trescientos sesenta grados, 
y no ver nada.

No estás solo. No estás ciego.
No ves nada porque nada hay afuera:
lo tienes todo. 

Tantas leguas mar adentro…

Tanto añorarte, tanto 
cantarte sin gracia,
repitiendo lo ya dicho 
por tantísimos poetas de verdad.
Tanto darte la espalda, tanto
mirarte de frente. 
Y sumergirme y sentir 
el agua alrededor y dentro:
la piel alimentando al corazón.
Tanto desearte, tanto
reposar la mirada en tu calma.
Tanto enfurecerme con tu furia 
de olas y de rocas sin saber
que esa, eterno cambio de luna,
es tu naturaleza. 
Tanto amarte, tanto
amor de mar para morir 
tantas leguas mar adentro
del amor; tanto amor adentro
de la mar. 


(“Tantas leguas mar adentro”(“tantas légoas mar adentro”) 

es un verso de Rosalía de Castro). 

El río

El río se ha llevado las ramitas
que lanzamos para verlas navegar. 
En su corriente desbordada arrastra 
las flores y las pequeñas piedras 
que fuimos dejando para no perdernos… 
aunque siempre supimos -al menos, yo lo supe- 
que volver no era una opción.
Atrás, en la orilla, han quedado, apagadas, 
las farolas; las jaulas y los balcones
que siguen abiertos: unas pocas aves
decidieron no volar. Otras lo han hecho,
a pesar del temor al ruido del torrente: 
son las que saben que la vida avanza,
incluso hacia ese mar desconocido
que muestra con furia el viaje de vuelta…
imponente pero inútil, el esfuerzo.

Una última rama, de repente, 
se ha aferrado a una roca solitaria.
Ambos son los primeros en desaparecer,
sumergidos: vivos o muertos ya
para nunca y para siempre, vigilados 
por la falsa sonrisa de la luz del horizonte.

Dichosa memoria

¿Quién eres? Me suena de algo
haberte conocido, quizás 
en otra vida. 
Me eres familiar como alguien 
con quien se ha compartido mucho tiempo. 
Recuerdo a alguien que reía a menudo,
disfrutaba de todo y sólo lloraba
cuando había que llorar. 
Creo que hablé mucho contigo
-disculpa, ¿puedo tutearte?-
de lo divino y de lo humano 
y que no siempre estuvimos de acuerdo.
Recuerdo ese cuerpo y esa cara, 
casi como si hubieran estado 
dentro de mí… o yo dentro de ellos.
No sé, tal vez sólo 
he soñado contigo -o con usted-
pero debió de ser vívido el sueño
porque hay algo en ti, ya te lo he dicho,
enormemente familiar…
Quizás me ayudaría a recordarte
que salieras de ese espejo.

En busca del tiempo…





¿Qué haces ahora con todo ese tiempo
que perdías conmigo? 
Horas de conversaciones, de paseos,
de poemas leídos por turnos, 
de mensajes y canciones…
¿Te habrás multiplicado en las redes sociales?
¿Estarás aprendiendo a tocar el piano?
¿Habrás sucumbido al virus del gimnasio?
¿O habrás vuelto a pintar, 
a leer por fin los libros postergados y ver 
aquellas películas que tenías pendientes?
Tal vez -pero eso no debo preguntarlo-
simplemente hayas cambiado el nombre 
de aquel con quien hacer las mismas cosas.
O quizá, como a mí, las horas se te vayan
contemplando el cielo, esperando un eclipse 
o ver si una noche 
vuelve a brillar la estrella que miramos…
Sí: “aquella, la nuestra”.

Silencios

A veces es tan alto y tan claro
el silencio 
como el más firme de los axiomas. 
Se podría gritar en esos casos,
se podría tratar de argumentar 
que nada es del todo indemostrable;
que la palabra 
representa el mundo, 
que sin ella no existen las cosas,
no existimos sin decirnos.
Tarea inútil: únicamente 
- y sólo tal vez-
el silencio es capaz 
de romper el silencio. 

Vuela


En otras circunstancias, 

te habría preguntado dónde vas.

Mejor: en otras circunstancias,

lo habría sabido. 

Ahora no lo sé y supongo 

que no debe importarme. 

Vuelas y ya está. 

Mejor: ya has volado. 


Silente

Después de los gemidos, los susurros,
de las palabras de amor y de las risas,
queda el silencio.

Después de las discusiones, 
de los gritos, de los mensajes encendidos…
incluso del perdón,
queda el silencio.

Después de la poesía y de la prosa,
de la música de Bach y de las canciones
que gritamos en la carretera,
del cine, del teatro (telón),
queda el silencio.

Después del verso que reveló la voz,
y la hizo eterna 
durante algún tiempo,
quedó el silencio.

Después de vivir, de amar, 
de compartir, de fallecer…
sobre todo después de morir,
sólo hay
silencio. 

Redecorando

Yo que siempre fui hombre 
de una sola almohada 
(“alta, maciza y robusta”, ya lo sabes),
compré dos por si algún día 
te daba por regresar…
Y ahora se me cae el cuello
por tu lado de la cama. 
Volví a llenar con mi ropa 
tus perchas en el armario 
y quité de los muebles las fotos 
y aquel libro de Cernuda.
También compré un espejo y lo ubiqué 
de manera que pudiera verte 
tendida sobre mí, debajo de mí, 
a mi lado.
Pero sólo alcanzo 
a verme a mí mismo,
por más que tú
-que nunca te miraste en ese espejo-,
estés dentro de él y yo te vea,
borrosamente desnuda cada noche. 

¿La verdad? 
Prefería el dormitorio antiguo: cuando 
(no tu fantasma ni mi fantasía)
todo lo habitaba tu presencia.

Carroña

Acaba de pasar  
una gaviota, un albatros tal vez;
en cualquier caso, 
un ave fuera de lugar:
esto -dicen los libros- es 
monte bajo mediterráneo,
pero no es el mar a pesar del adjetivo. 
Ni es el vertedero o el río turbio
de una gran ciudad. 
Aquí bailan amapolas y flores de jara
en lugar de medusas y delfines.

Al graznar, ha dejado caer un trozo de carroña:
parece un corazón -el mío- 
que se quedó muriendo 
en aquel océano lejano.