La casa

He pasado por aquel edificio
de ladrillos marrones y terrazas
como proas de barcos
que no daban al mar, a ningún mar. 
Te gustó porque te recordaba
a aquella otra casa, lejos
-en el tiempo y el espacio- 
de los días felices de motos, bares, 
cine, jazz, la universidad,
monte, playa, canutos, juventud…
la flor de otra vida que no se marchitó:
fue el germen de otra planta
quizá incluso más hermosa
(y mucho más sabia; ahora lo sabemos).

Pero esta tampoco 
será nuestra casa, no habrá mar;
ni siquiera soñado desde la azotea.
Las flores de esa terraza 
sí que se marchitaron…
Antes de nacer. 

Se acabó

Se ha escrito y dicho ya 
de mil y una forma diferentes:

a plomo, como piedras, como losas… 

Así caen 



                         noticias inesperadas, caen 



                                                     verdades 
que no queremos oír.

Caen, siempre, palabras. 

Así las sentí caer. Imposible 
explicarlo. Caen, nada más
: 



                               “Se acabó. Y ya está”.

La losa, la piedra
tapan la sepultura.

Lustro

                «No hay que esperar nunca, hay que vivir», 
                (De “Así que pasen cinco años”, 
               Federico García Lorca)


Así que pasen cinco años seguiré 
tumbado en ese diván,
con mi pipa encendida 
viendo pasar las horas y esperando 
una caricia, un gesto, 
una mano que se posa en la mía. 
Aunque me crezca el pelo 
y mi barba se pueble de canas 
con la velocidad 
de los años pasados: 
seguiré para siempre en ese diván,
detenido hasta el final el tiempo 
por el destello instantáneo que le regaló 
tu mirada. 

Retrato

Las mismas manos, los mismos pinceles
que antaño delimitaron
nítidamente mis contornos,
que dibujaron mi esencia,
hoy se aplican con el difumino.
Pretenden que se desvanezca 
aquello que fui, que soy… 
lo único que siempre he sabido ser. 
Ya no me reconocen. 
Ya no me reconozco.
No importa, nunca quise 
colgar de un clavo en un museo 
que ya cerró sus puertas 
y envuelve entre sombras 
rostros que se olvidaron. 

Mejor píntame de espaldas,
la cara hacia el mar aunque sepas 
que siempre preferí mirar de frente. 
Y deja que sean las olas,
la espuma del tiempo,
las que me difuminen para siempre.

Realismo mágico

Que las ramas no nos hagan
olvidar las raíces.
Que la tierra que pisamos 
no se hunda bajo nuestros pies.
Que el vuelo libre de las aves no
les impida recordar 
el camino del nido
                                 entre las ramas…
¿La mera existencia de árbol, cielo, ave
no te parece suficiente magia?

Que los recuerdos no sean siempre pesadillas
que nos quitan el sueño. 
Que el mar sea, simplemente, el mar…
-¿no te parece suficiente magia el canto 
de las olas y el matrimonio
de la luna y las mareas?-.

Que algunos versos sean la poesía 
del latido del corazón de un hombre;
la melodía sea el sentimiento 
que le puso sonido a ese retrato…
¿no se parecería a la ilusión?

Que el amor sea amor sin apellidos
(físico, fraternal, platónico, real…
imposible).
Y que aún exista: esa es
la verdadera magia.


Equilibrista

Hay un horizonte donde el corazón 
del equilibrista posa su mirada.
Begoña Iturralde 


Quiero creer que sí, que allá adelante
hay, si no un horizonte, 
al menos una plataforma
en la que descansar, una tarima
donde dejar de sentir 
el alambre clavándose 
en las plantas de los pies. 

Sostengo mi pértiga y quiero
mantener la vista al frente, 
tratando de atisbar ese amanecer…
Pero no puedo evitar 
volver la vista atrás, mirando
por encima de mi hombro para ver 
cómo de lejos queda de donde salí, 
si aún es posible regresar.

Es entonces cuando ya no hay remedio:
pierdo el equilibrio y caigo. 
Y sólo hay abismo. 

Ojalá que hubiera un corazón 
en el horizonte de este equilibrista.

“In medias res”

Disculpadme, señora, que no sepa,
postrarme a vuestras plantas y besar 
el suelo que pisáis 
como haría un verdadero caballero.
No sé por qué pensé que preferís volar 
y que verme arrastrado os desagrada.

Disculpadme asimismo que no sepa
deslizaros al oído 
tiernas palabras de amor 
como haría un poeta y besar 
con dulzura vuestros labios 
como haría cualquier experto amante. 

Para esto de los gestos y los besos
-aún torpe como soy-
siempre quedo detenido 
-procurando, eso sí, posarme suavemente-
en la mitad del precioso camino 
que va de vuestros pies a vuestra boca.

(Confío, mi señora,
en que no os importune la osadía
de este bienhumorado jueguecillo 
con la lengua.)

Sin miedo

               “He hecho algo contra el miedo. He permanecido sentado toda la noche y he escrito”. 
                                                          R. M. Rilke

Ya no tengo miedo.
He perdido el pánico a perder
lo que nunca fue mío. 
Nada tengo, pues -desnudo 
a la intemperie-: 
apenas un puñado de libros pendientes
de ser leídos y 
unos cuantos versos
pendientes de escribir… lo haré
cualquiera de estas noches:
en cuanto recupere 
el miedo imprescindible para estar alerta,
para sentirme vivo y ser capaz 
de adelantarme al peligro 
de una voz que me diga “te quiero”.

Errante(s)

Veo a la gente ir y venir,
presos en sus laberintos:
parten de no se sabe dónde 
-ni ellos mismos lo saben-
para llegar a algún sitio
-¿o es el mismo lugar?-
al que no saben si querían ir.
O, por el contrario, eligen un camino recto
y no se apartan de él por más que sepan
que delante sólo hay abismo. 
Nadie se permite el lujo de decir 
“me equivoqué: de aquí no se puede salir”;
o “me equivoqué: tengo que regresar
por donde he venido… ojalá la chimenea 
permanezca encendida”.
Nadie nunca jamás se ha equivocado:
desandar, rectificar… ya no es cosa de sabios. 

(Por cierto, ya no sé si dejé
de perseguir quimeras o,
simplemente, dejé de caminar.)

Si al menos…

         “Algo cayó sin ruido: fue la tarde,
          el maltratado amor, lo que no arde”
                                                    (Ida Vitale)


“Si al menos uno de los dos hubiera muerto”,
le dijo sin temblor en la voz,
sin dudar de sus palabras. 
Ella alzó los ojos, algo así como aturdida,
extrañada y expectante; sin llorar. 

“Si al menos uno de los dos hubiera muerto
-insistió-, 
el otro podría dejarse desgarrar por el dolor,
saber que ese camino no tendría retorno,
recluirse y, tal vez, dejarse ir también 
al infinito azul
para no perder la verdadera vida.”

“Por supuesto, no deseo tu muerte.
Ni deseo morir”.

Ella, ahora sí, lloraba.
Porque comprendía.