Póker


Nunca me gustaron los tríos
ni en el póker ni fuera del tapete.
Poca jugada para cualquier partida
y lo bastante golosa 
como para jugarte las pestañas.

Debe ser por el recuerdo de la vez
que, llevándolo de mano 
en una baza sin descarte, 
a punto estuve de perder 
más de lo que debí jugarme.

O eso o que soy jugador conservador
y poco dado, además, a los faroles…

Hasta un póker de damas 
puede acabar como una escabechina,
contigo rodando sin control
por la escalera sin colores de la vida.

©Santiago Pérez Merlo

Haciendo amigos

Lumis, rabizas y colipoterras,
en la Casa de Campo;
chaperos, travestidos y “rarezas”,
en Capitán Haya y aledaños
(consulte sin compromiso
para otras ciudades
and “beware of the police”);
curas santurrones,
meapilas de sacristía
y frailes mendicantes,
después de misa de doce,
en la Parroquia;
monjas sin clausura
ni ropa interior,
alguna queda
en secretos conventos;
poetastros, juntaletras
y vocingleros,
antes de la partida,
en el casino,
y en Jam Session
los jueves a las once;
ligones de barra
y macarras de ocasión
con polo de marca arremangado,
en los ambientes “top” acostumbrados;
calientabraguetas y modosas
en probadores de Zara y Mango,
al fondo a la derecha;
chonis ilustradas y barriobajeros
de la antigua escuela,
en el descampado habitual;
cotillonas de visillo y poca prisa,
en la plaza al refrescar
y detrás de las cortinas;
futboleros, razonables,
abecedarios y paisanos,
lectores irredentos
de “Murakaki”
y gafapastas todos,
mentirosos de tarot
y mensajes no siempre privados,
antisistemas de sofá y batín caliente,
gentes de buen corazón,
(que alguna queda):
en Facebook y similares
24 horas al día,
7 días a la semana con sus noches
(366 días en bisiesto).

Sospecho que lo sabían,
pero las “redes sociales”
se inventaron hace tiempo…

©Santiago Pérez Merlo

Bares


- Perdona ¿a qué hora sales?
(él tiene la timidez
colgando sin pudor
de las pestañas)

- No salgo. Vivo aquí.
(Su mueca de desdén
la hace aún más bella)

Desde entonces,
viven juntos
detrás de la barra
de aquel bar de copas.

©Santiago Pérez Merlo

Deberes

No me pidas que te escriba versos.
Nunca me gustaron los deberes
de la escuela,
menos aún los conyugales
y no digamos
las obligaciones con el fisco.
Y nunca tuve a tiempo
el dichoso informe
de las doce menos veinte.

Cuando quiera escribirte,
lo haré: no te preocupes.
De nada servirá que me exprima
ahora los sesos
buscándote metáforas e hipérboles
que alaben lo profundo de tus ojos,
la sensualidad de tu sonrisa,
lo esbelto de tu figura
y lo increíblemente bella
que resultas cuando miras
el fuego crepitar entre mis brazos…

¿Lo ves? Sólo me salen tópicos
de escenas ni siquiera vividas,
vanas ilusiones de lo que podría ser
si me dejas seguir a mi ritmo,
sin plazos ni tareas
extra sentimentales,
numeritos de circo de poetas
vestidos de payaso
y haciendo malabares a ver
si te devuelven la sonrisa.

Cuando pueda escribirte
lo haré: no te preocupes…
Tan sólo necesito
pensar en ti,
saberte,
saber que eres real
y no esa fatua imagen
que dibujan las llamas
y no deja de mirarme.

©Santiago Pérez Merlo

Familia

Hay frases que se ponen de moda,
que se pintan en postales 
o se adornan con flores y gatitos
para enviarse en mensajes de móvil
y llenar muros de Facebook.
Hay unas cuantas que vienen a decir
cosas como que la lealtad 
(o la amistad, el amor... el catálogo es amplio)
hace familia y la sangre hace parientes.
Hay otra que asegura que los amigos son 
"la familia que tú eliges"...

Hubo también un tiempo (o hay una edad) 
en que parecía casi obligatorio 
despreciar a "los viejos"
(pronúnciese por cierto con desprecio cheli,
no con respeto porteño).
Se pasó del temeroso miedo
a los señores padres que exigían el "don"
y apenas ofrecían una muestra de cariño,
al desdeño a las canas y a la experiencia 
de los mayores; a huir su compañía 
como si se necesitara -¡ay!-
despreciar el pasado 
para alcanzar 
la gloria del futuro.

Yo disfruto otra suerte:
Mi deseo mayor
es que mi hija
piense de mí algún día
lo mismo que yo pienso de mis padres...

A esto ya, si quieren,
pueden ponerle gatitos.

©Santiago Pérez Merlo





Anti nostalgia

El mejor remedio contra la nostalgia
es una panoplia de malos recuerdos.
Conviene llamarlos de vez en cuando,
ponerlos encima de la mesa
y jugar con ellos como quien hace un solitario.
Puedes empezar, como si fueran ases,
por pequeñas tragedias
como aquella única vez que fuiste infiel
y aún recuerdas el sabor amargo
que dejaba en la boca arrepentirte
muchos meses después.
O esa vez que soñaste
-y tan vívida fue la pesadilla
que el recuerdo es real-
que violaban y torturaban a tus hijos
ante tus ojos.
Puedes seguir subiendo
la escalera de los naipes
para que no te visite,
justo antes de dormir,
aquel camión que esquivaste
en el último segundo;
para evitar que al hacer la limpieza cotidiana
se te mezcle el olor a amonal
y vuelvas a ver aquella pierna
colgando de un balcón
que no quisiste comprobar
si seguía o no atada
al cuerpo que antes sostenía.
Tienes que hacer desfilar de vez en cuando
los rostros de los muertos
que has visto en los entierros
y sentir en tus brazos el peso del ataúd
que alguna vez cargaste…

Con ellos ante ti,
sonríes: no queda lugar
para la nostalgia.
Cualquier tiempo pasado, ya pasó.

©Santiago Pérez Merlo