¿Vida nueva?

Debería hacer balance y renegar
de cosas variopintas como hace todo el mundo.
Debería quejarme de un puñado de cretinos
y lamentarme
por cosas que no hice a su debido tiempo.
Debería reconocer que no todos los días
fueron maravillosos
y que siempre se puede mejorar.
Pero tengo la vista muy corta y miro atrás
y veo lucecitas de colores
y mirlos y vencejos y a una niña que ríe.
Y veo a una mujer
-siempre hay una mujer, pero esto ya lo dije-
que se tumba a mi lado y se acurruca
-esto también lo he dicho-
y no me quedan ganas de desear "año nuevo,
vida nueva":
casi todos los días -no es bueno exagerar-

me gusta la que tengo.

©Santiago Pérez Merlo

Ciento ochenta grados

No quiero ser el niño que tira del abrigo
demandando atención
ni ese otro que obliga a contemplar el mundo
haciendo el pino como si esa fuera
la buena perspectiva.
Debería caminar
hacia eso que llaman madurez y, sin embargo,
me surgen muchas dudas:
¿Por qué anuncia el gallo el alba
si luego no amanece?
¿Por qué alumbra el faro las afiladas rocas
en lugar de la bocana?
¿Por qué mi brazo izquierdo en el espejo
es el brazo izquierdo que yo he levantado?
¿Por qué ha dado las dos el reloj de la plaza
si acaba de sonar
tres veces el de la otra torre?
¿Quién le ha dado y por qué la vuelta al universo
que todo está al revés de como debería?
¿O soy yo quien ha girado 

en el sentido inverso de la vida?

©Santiago Pérez Merlo

Inocente

Me declaro culpable de querer aprenderte,
de espiarte incluso en sueños,
cuando se nos revelan las verdades ocultas.
Me declaro culpable de quererte
por encima de lo razonable
y culpable de extrañarte por encima
del tiempo -absurdo tiempo- de los hombres.
Me declaro culpable
de haber re-nacido desde el día
que me diste la vida de nuevo
-¿lo anterior sería vida?-
y de ofender por ello 

a todos los dioses de todos los altares.

De todo lo demás, de lo que te es ajeno
-como esta viva muerte soportada sin ti-,

me declaro inocente.

©Santiago Pérez Merlo

Sueños reparadores

Hay sueños que unen los cubos
del rompecabezas, que acaban
de tejer la tela de araña que empezó a delinearse
y cierran las grietas
que las termitas cotidianas royeron
en su incansable zapa,
amontonando serrín donde hubo un brillo de vida.


Hay sueños que llevan la muerte
pintada en las pupilas y por más
que uno cierra los ojos y aprieta
no logra ahuyentarla.
Y uno debería dar las gracias
al despertar y abrirlos,
pero aún hay un brillo, extraño
y redondo como el filo de una hoz, 
junto a la ventana de tu dormitorio.

©Santiago Pérez Merlo

Plenitud

No son tus ojos cerrados
ni las aletas dilatadas de tu nariz,
no es tu boca que se crispa
en una mueca o que me busca
con avidez de oasis.
No es tu cuello que se estira o tus pezones
que me miran desafiantes
ni tus manos que me agarran,
me acarician, me arañan:
me sostienen.
No es tu sexo que me acoge ni tu ombligo
que persigue al mío
en el ir y venir de nuestros cuerpos.
No es tu voz que me susurra
o me grita
o que me llama
o se silencia.
Es mucho más que eso: es
la piel,

la vida entera.

©Santiago Pérez Merlo

La llave

Ese hombre camina por la orilla del bosque
y no es que tenga miedo a la espesura.
Él vino de ese bosque y ya escuchó
todas las canciones de todas las hojas,
todas las percusiones de todas las ramas,
y todos los susurros de la hierba.
Ese hombre camina por la orilla del bosque
y aprieta en su bolsillo, como único tesoro,
una llave encontrada junto a un corazón
que despertaba un día que amaneció lluvioso.
Ese hombre probó, dentro del bosque,
las cerraduras de todas las cuevas,
los candados ocultos en la corteza
de los árboles más altos,
las cadenas de los pozos que encontraba
y las madrigueras de las que vio salir
conejos presurosos con reloj de bolsillo.
Ninguna de esas puertas se acoplaba a su llave
y un día -quizá fue justo ayer... hoy mismo-
descubrió que el pequeño llavín sólo abre 

una nube que espera a la orilla del bosque.

©Santiago Pérez Merlo

Nubes de ayer

Qué cosa tan absurda contemplar las nubes: 
delirios de poeta o infantil pasatiempo.
Pero uno las ve, cuando el viento las mueve, 
y se queda embobado igual que ante la danza 
del fuego o ante un reloj de arena.
Ya no invento las formas como cuando era niño.
Ahora veo que pasan: 
blancas y algodonosas esta tarde;
de pronto un nubarrón marengo que amenaza 
tormenta y que quizá descargue 
un poco más arriba, allá sobre los montes
que intenten -y es en vano- detenerlo.
Y después, cuando unas y otras han pasado,
vuelve a salir el sol y me ciega un instante.
Y me dibuja esta infantil sonrisa.

©Santiago Pérez Merlo

Embarcando

Me gustan los aeropuertos, las estaciones 
de tren y de autobús,
los vestíbulos de los hoteles...
Los sitios donde la vida 
es más que nunca un viaje, un soplo 
de provisionalidad,
un estar en el mundo viniendo de algún sitio,
quizás hacia alguna parte,
pero siempre de paso:
nadie se queda aquí -ni en esta vida-
para siempre. 
Y sin embargo se respira un cierto aire
a veces parecido a la felicidad.

©Santiago Pérez Merlo 

Epílogo

Ni una lagrima más. Ni una gota
de sangre -ni aun de tinta-
derramada en este absurdo
sinsentido de escribir
sin decir nada
que no se haya dicho
hasta la saciedad o hasta la náusea.
Ningún amor –y ningún desamor-
ninguna muerte,
ningún amanecer,
ningún ocaso,
merecen el dolor
hermoso –o el intento-
de vaciarse tan torpe,
inútilmente,
en un cuaderno azul,
en una hoja
que de todas maneras
van a hacer olvidar
las manos implacables del olvido.

©Santiago Pérez Merlo

Contra los poetas

Silencio:
callaron los poemas y la música
ha dejado de sonar.
Pero siguen cantando los jilgueros,
siguen naciendo
-y muriendo-
cada día,
hombres, mujeres y niños,
margaritas, amapolas y alhucemas.
El mundo sigue girando,
indiferente,

ajeno a vuestros ombligos.

©Santiago Pérez Merlo

Renacer

Desanduve el camino,
volví al punto de partida
donde la vida era tan sólo risa o llanto,
descubrí cada cosa como si fuera nueva,
como si estos ojos estuvieran aún
adaptándose a la luz,
conociendo los colores y las formas,
el tacto, los aromas, el sabor
de cada fruta nueva como nuevo,
el cielo, el sol, el mar,
la luna, las pequeñas estrellas
ahí arriba,
el brillo de otros ojos, la dulzura
de un beso, el calor de tu mano...
Inventando qué pueda ser amar
como si nunca antes
hubiera conocido tanta dicha.


©Santiago Pérez Merlo

La carretera vieja

Mil veces caminé este mismo paseo
y mil veces pensé 
es distinto cada vez: aquella hoja
es nueva, ese arbusto
no estaba,
aquel mirlo que canta, el gorrión 
que acaba de nacer,
no estuvieron aquí antes.

Y a la vuelta del tiempo descubro 
que todo era lo mismo 
y quien era distinto era yo
cada vez que emprendía el camino.

©Santiago Pérez Merlo

La niebla

Extraña sensación,
el contraste cuando todo alrededor
se difumina, se oculta a nuestros ojos
incluso lo que más cerca tenemos
y hay que caminar despacio para no caer.
Y sin embargo miramos nuestras manos
lo inmediato y primario
desde el día que nacemos,
y nos descubrimos cada vez más claros,
con mayor nitidez.

© Santiago Pérez Merlo

Escena campestre

El perro no es cazador 
y se asoma confiado 
a lo que parece inocua 
madriguera de conejo.
Pero lo que asoma es una serpiente,
escurridiza, sibilina y recelosa 
de criaturas que no sean de su especie.
El perro retrocede,
asustado,
le costará volver a confiar
o a asomarse a casa ajena.
Pero corre feliz, le sobra campo...

© Santiago Pérez Merlo

Vistas

Me asomo a este balcón 
en pleno campo y veo 
no eucaliptos ni abetos.
No hay ni un sauce llorón 
y no son chopos ni olmos
lo que tengo delante.
Los pinos y sus piñas 
han desaparecido y donde un día hubo
ardillas, pájaros carpinteros
ahora veo albatros, gaviotas.
Un arenal inmenso me saluda 
y el mar es más azul 
cuando uno lo mira tierra adentro.
La carretera vieja, abandonada,
es una playa por la que yo paseo
de tu mano.

©Santiago Pérez Merlo

La dacha, otra vez

Otra vez, 
innumerablemente 
más estrellas que en Madrid.
Otra vez,
el alegre crepitar
del fuego acompañando 
las horas de vigilia.
Otra vez,
el camino tantas noches recorrido
con la sola presencia de la luna.
Otra vez,
la familia, las risas
infantiles, las tertulias.
Otra vez,
despertar con los trinos de las aves 
y el trajín del desayuno 
para siete.

Es todo tan distinto a estar en casa...
Todo, salvo echarte de menos:
hay cosas que no cambian.

©Santiago Pérez Merlo

El reloj

No se siente siempre sola
Relojes blandos, de Salvador Dalí
la aguja del reloj
que señala las tres.
Va viendo venir
a la aguja más grande y la siente

posarse sobre sí
apenas un minuto y alejarse
después
inexorablemente.
Y es larguísima la hora
hasta volver a verse.
(El segundero mientras
corretea alrededor
como un niño jugando
ajeno al paso lento 

del tiempo de sus padres).

©Santiago Pérez Merlo

Secretos

¿En cuál de tus pestañas vive el miedo?
¿En qué pliegue de tu hermoso cerebro
-tiene que ser hermoso-
habitan los supuestos trastornos
que sólo tú conoces?
¿En cuál de los siete mil
vellos de tu pubis
nacieron tus inhibiciones,
los pudores que escondes
detrás de lo escondido?

Lo sabes. Estoy seguro
de que tú sabes
todos tus secretos. Incluso
aquellos que te ocultas de ti misma.
Y de mí, que tengo astigmatismo, presbicia

y unas cuantas dioptrías de torpeza.

©Santiago Pérez Merlo

Canción infantil

El niño hacía volar
la cometa en el mar

y navegaba nubes
sobre una vieja rueda.
Y todos le decían “así, no”.
El niño dibujaba
corazones e iniciales
en la arena
y construía castillos
con fosos y torreones
en el aire
Y todos le decían “así, no”.
El niño se inventaba las palabras
y contaba con los dedos de los pies.
Aprendió a jugar al fútbol con las manos
y a pintar sin dibujar ni un sólo trazo.
Y todos le dijeron “así, no”.
Y ese niño creció
y aprendió a decir “sí, quiero”
de forma circunspecta
en lugar de dibujar sus corazones de ola,
y a volar las cometas en el cielo
y a navegar en barcas de pedales.
Y le enseñó a su hijo
(“así, no”, “así, no”, “así, no”)
a hacer las cosas
como el mundo espera que se hagan.
Y es feliz, no se queja.
Es razonable
y moderadamente
feliz.
Pero nunca más se ha visto a una cometa 
nadar entre delfines.

©Santiago Pérez Merlo

La herida

La herida que parecía cerrada
se abre, empieza a supurar y sientes
que se escapan por allí el aliento,
la música que había comenzado a sonar,
el aroma de las flores que cortaste.
Te asustas al principio pero notas
una mano que se posa dulcemente,
que no teme la sangre,
intentas apartarla pero insiste
y la dejas hacer.
Unos ojos te miran aunque tú
tienes la vista fija en esa mano.
La música suena de nuevo en tu cabeza
las flores vuelven a tener su aroma
y el aire regresa a tus pulmones.
La herida se ha cerrado.

Y quizá para siempre

©Santiago Pérez Merlo

Pasado amor

Cuánto te quise,
amiga soledad,
mientras fuiste absoluta.
Mientras no tuve a nadie
a quien echar de menos.

©Santiago Pérez Merlo

Ese tipo

El señor del espejo te da los buenos días
con la boca torcida en medio gesto
entre enfadado y socarrón y te pregunta
si hoy también merecerá la pena
salir así a la calle, siendo tú,
si no preferirías que saliera él,
que es más agradable, más feliz,
y sabe comportarse con la gente.
Es más guapo, más alto, más delgado,
es casi un seductor y tú no eres
más que un pobre hombrecillo
asustado, que se pasa los días suplicando
un poco de cariño, una mirada,
un rato de conversación en un café…
“Déjame que salga yo –insiste- y vuélvete a la cama;
entiérrate en un hoyo o muérete
pero no vengas a amargarme la vida
que bastante complicado es ya vivir
a este lado del espejo y encerrado en tu existencia”.
Tú lo miras despacio una vez más,
le dices buenos días y le das la espalda.
Y te alejas
arrastrando los pies...
qué mas quisieras

que hoy pudiera salir él a la calle.

©Santiago Pérez Merlo
Fotograma de "Sueños de un seductor".