Un día, cada vez menos lejano,
despertarás una mañana
con el cuerpo revuelto, el asombro
pintado en la cara y una
extraña sensación entre las piernas.
Te lloverán los tópicos
y los gestos de conmiseración:
“Eres una mujer” -tal vez te diga tu
madre
o alguna de sus amigas-
con una sonrisa de esas que no se sabe
si preludian llanto.
“Ya no eres una niña” -tal vez diga la
maestra,
más prosaica y más curada de espantos-.
Y yo, seguro, no sabré qué decirte
más allá de explicarte los cuatro puntos
básicos
de la higiene, la molestia, lo
inevitable, el dolor…
cuando ya estés harta de escucharlo.
Tú no nos hagas caso.
No dejes de ser niña (“nunca
despiertes”).
No, no digo que no crezcas,
que no levantes las alas y vueles tu
propio vuelo.
Pero no dejes tampoco que tus hadas dejen
de volar;
sigue soñado con unicornios violetas,
no dejes que aúllen a tu alrededor
más que los lobitos buenos de tu canción de cuna.
Tiempo tendrás de ahuyentar los chacales,
los buitres y las hienas que sin duda
encontrarás en tu camino. Déjalos
que se rían.
Y no pierdas tu risa.
Serás una mujer, una buena mujer
en
el mejor sentido de la palabra “buena”
si no dejas que se pierda tu risa de
niña.
No tengas miedo a crecer tampoco.
Yo no lo tengo…
aunque lo parezca.
©Santiago Pérez Merlo