Cambio climático

Se avecina una vez más 
el invierno antes de tiempo. 
El verano retrasó 
de nuevo al otoño
inficionado de su propia pereza,
tras una siesta demasiado larga
de una tarde que se derrama en noche.
Apenas unas lluvias,
las hojas caducas caducando como siempre 
con su eterna obsolescencia programada. 
Y llegó el frío:
extemporáneo todavía 
como un insufrible villancico 
en un centro comercial
(dichosa Navidad que nos devuelve 
a la infancia mentirosa y vulnerable). 
Pasamos otra vez del ardor a la nieve;
de los cuerpos al sol
a las caricias -si es que llegan- 
con guantes de lana. 
Está bien:
aquí me quedo junto a la estufa triste; 
las ventanas, cerradas… 
Avísame cuando derrita 
el sol los carámbanos del alma. 

La bufanda

 Siempre quise aprender a tejer. “Hacer punto”, se decía. Mi madre y mis abuelas trataron de enseñarme. En mi casa no importaba, como en otras, que eso “no fuese para chicos”. Simplemente, es que soy muy torpe para cualquier actividad manual. No dibujo, no modelo, no tallo ni esculpo… Incluso tengo mala letra porque la caligrafía también es un arte. De instrumentos musicales ni hablamos, porque a la torpeza se une la absoluta falta de oído. Creo que yo, con las manos, solo se hacer amagos de caricia… en el aire. 
Pero hoy he cogido un ovillo de lana y he decidido volver a intentarlo. Nada mas sentarme, el gato ha empujado el ovillo, la bola ha empezado a rodar; los hilos, perseguidos por diez uñas afiladas, a enredarse aquí y allá. 
No he encontrado el extremo. Toda la habitación llena de lana, nudos, lazadas caprichosas en torno a la pata de una silla… Y ninguna punta de la que tirar, por la que empezar, si no a tejer, al menos a ovillar de nuevo. Sin un extremo al que asirse, es imposible. La lana así, desovillada, no es ya una promesa de algo entrelazado con forma de jersey o de bufanda. Es un laberinto.

No importa. Seguro que tampoco habría conseguido someterla a las agujas. 
Y, además, las bufandas abrigan, pero también ahogan a veces.