El mejor remedio contra la
nostalgia
es una panoplia de malos
recuerdos.
Conviene llamarlos de vez en
cuando,
ponerlos encima de la mesa
y jugar con ellos como quien
hace un solitario.
Puedes empezar, como si
fueran ases,
por pequeñas tragedias
como aquella única vez que
fuiste infiel
y aún recuerdas el sabor
amargo
que dejaba en la boca
arrepentirte
muchos meses después.
O esa vez que soñaste
-y tan vívida fue la
pesadilla
que el recuerdo es real-
que violaban y torturaban a
tus hijos
ante tus ojos.
Puedes seguir subiendo
la escalera de los naipes
para que no te visite,
justo antes de dormir,
aquel camión que esquivaste
en el último segundo;
para evitar que al hacer la
limpieza cotidiana
se te mezcle el olor a amonal
y vuelvas a ver aquella
pierna
colgando de un balcón
que no quisiste comprobar
si seguía o no atada
al cuerpo que antes sostenía.
Tienes que hacer desfilar de
vez en cuando
los rostros de los muertos
que has visto en los
entierros
y sentir en tus brazos el
peso del ataúd
que alguna vez cargaste…
Con ellos ante ti,
sonríes: no queda lugar
para la nostalgia.
Cualquier tiempo pasado, ya
pasó.
©Santiago Pérez Merlo
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