de veinticuatro horas
con todos sus minutos y segundos
-y me ahorro las cuentas por prosaicas-
sin despegar los labios,
sin escuchar tampoco
alguna voz -la tuya-;
oyendo solamente el tedioso
runrún de mi cerebro
que lo mismo me grita
"¡eres imbecil!"
que me susurra versos y canciones
y me acuna y me ahorra
la dosis cotidiana
-es el mismo cabrón quien me la exige-
de paracetamol.
La dosis necesaria
para que no me estalle
de dolor la cabeza.
De silencio.
©Santiago Pérez Merlo
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