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y la suave luz
del amanecer
para retocarse el maquillaje.
Desde mi ventanilla,
la veía afanarse
con precisión de cirujano
como si quisiera pintarse
las pestañas una a una.
No pude evitar pensar,
siendo tan guapa,
para qué o para quién
se esmeraría tanto...
O si sólo sería
otra maniática perfeccionista.
En un momento me miró
y yo,
aficionado a los gestos estúpidos,
levanté mi pulgar para indicarle
que ya estaba preciosa y perfecta.
Soltó una carcajada
que casi pude oír
y bajó su ventanilla.
De un coche a otro
me dictó
un número de teléfono.
Nunca la llamé.
Tuve miedo de que fuera auténtico.
©Santiago Pérez Merlo
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