De nuevo el mar

Nada de melodías, por supuesto.
No distraer la vista con un lápiz
o un pincel.
Fuera el teléfono, el ruido y 
el silencio incluso.
Sólo el rumor del mar:
diálogos que llegan 
                                     apagados 
de sirenas entre olas 
y tritones: la voz
de otros mundos y otra era.
La música que bailan las medusas. El eco 
de aparejos y redes. Las risas 
de los cruceros y el llanto 
de las pateras. La vida.
El mar (“idiota, el mar” de la memoria infantil).

Todo, sólo y siempre
el mar. 

Mudanza

Cierras la puerta y sabes 
que ya no hay vuelta atrás, 
que esta ha sido 
la última noche y ahí se queda 
más de un tercio de tu vida. 

No sientes alegría
porque no es un infierno lo que dejas y no es 
nostalgia ni  puedes 
asegurar que sea tristeza.
Pero encierras,
con el cuarto chasquido del cerrojo,
tus últimos veinte años: veinte años 
de risas infantiles (y no tanto), de ladridos,
de insomnios masticados y
alguna que otra -claro- noche de placer. 
Atrás queda todo aquello que no cabe 
en un camión de mudanza:
momentos de los que ya 
no hay tampoco ni rastro de memoria 
y abandonas allí,
flotando como fantasmas o adheridos 
a los cercos y los clavos donde hace poco 
-apenas una mañana- hubo vida.

Dentro se oye el eco y hace frío. 
Sales al día gris y piensas
-como un fogonazo, una media sonrisa-:
“Mañana no será lo que dios quiera”. 

¿Poesía?

      “…nuestros cantares no pueden ser sin pecado un adorno…” 
       (Gabriel Celaya)

Ya empiezan 
a sangrarme los ojos. Ya 
diviso otra vez 
la costa de Ítaca.
¿Quieres agua? ¿Quieres odiseas?
Cuéntame cómo baja de lodo
el barranco de Chiva.
Por qué huele a cadáver la costa de El Hierro.
Por qué Kiev. Por qué Gaza.
Por qué otra mujer asesinada en Usera.
Deja a Ulises en paz y quema
de una puta vez
la manta de Penélope: la poesía 
(la vida… y la muerte)
es otra cosa.