Es precioso (y preciso) soñar:
volar, crear, inventar
otros mundos que no estén en este
-aunque sea una entelequia-;
fabular, habitar
palacios en un barco,
castillos en el aire; desear
transformar la realidad y adaptarla 
al engañoso molde
de nuestras ensoñaciones.
Eso nos mantiene vivos.
(¿O tal vez nos mata?)
Pero cuánto mejor sería traer a la tierra,
a las nubes que pisamos, 
lo que dicen que nunca ocurrirá...
Y así volver a vernos, a tocarnos,
respirar el mismo aire
que trae la misma magia diferente...
La misma luna y el mismo sol
-hoy apagados-,  las mismas mareas 
y las mismas sábanas 
de espumas violetas y de flores.
No es elevarse. Es descender. 
Pero hasta lo más alto: 
sin soñarnos. Viviéndonos.